Ella recordaba muchas más caras que nombres, más conversaciones que olores y más emociones que sentimientos. No sabía cómo, pero asociaba a cada persona con una sensación. Sabía que el pequeño parásito que es la memoria jamás roería aquello que se había convertido en algo suyo; en parte de sí misma. No había nada hasta entonces conocido que arrancase de cuajo todas aquellas sensaciones o emociones que ella había tejido conscientemente por si, llegado el momento, algo o alguien intentase arrebatárselo. Y así vivía: con el temor de que aquellos retazos de lo que había acabado siendo su corazón, lleno de cicatrices y pespuntes, desapareciese. ¿Cómo iba a asegurarse de que aquellas personas permaneciesen a su lado si, por mucho que lo intentase siempre echaban a volar, lejos, como si, tras conocer tierra firme se negasen a volver a su pequeña jaula, a pesar de tener sustento suficiente para sobrevivir? ¿Quién querría volver a esa libertad limitada, controlada, teniendo todo un mundo por descubrir? Con ella, las hojas perecían antes incluso de que se desprendiesen y cayesen al desolado y frío suelo. ¿Cómo iba a nadar contracorriente, a parar aquel destino cruel que se llevaba más personas que las que traía y que le dejaba un dolor sordo y agudo en el pecho?
Lo único que se le ocurría era seguir perfeccionado esa técnica que con tanto esfuerzo y esmero había creado contra ese precipicio que rezumaba caos, desolación y una eterna soledad, e impedir que sus lágrimas siguiesen colmando ese pozo sin fondo que tenía como corazón.